
El horno de las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos no estaba para bollos. Bastaban la tensión migratoria en la frontera sur, las advertencias estadounidenses sobre el fentanilo, el diferendo sobre energías limpias en el marco del T-MEC, o la reciente amenaza fiscal a las remesas, para entender que la relación México–Washington pasa por una de sus etapas más ríspidas en años. Sin embargo, hace dos semanas se abrió un nuevo frente de conflicto que, aunque pueda parecer menor, ha tenido impactos económicos y simbólicos notables: Estados Unidos suspendió la importación de ganado y carne mexicana como medida preventiva ante la amenaza del gusano barrenador del ganado.
Este golpe dejó atónitos a los productores pecuarios del sur de México, especialmente en estados como Chiapas, Veracruz y Tabasco. Las pérdidas económicas se calcularon en millones de dólares apenas en la primera semana, afectando no sólo a ganaderos, sino también a transportistas, empacadores y exportadores, todos parte de una compleja cadena de valor construida durante décadas.
Pero más allá del drama económico inmediato, lo que preocupa es la forma en que esta decisión fue tomada: de manera unilateral por parte del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), sin aviso ni coordinación previa con las autoridades mexicanas. En los hechos, la medida funcionó como una especie de “cuarentena comercial” que, en nombre de la sanidad animal, refuerza una vieja práctica estadounidense: imponer reglas al comercio binacional con el pretexto de proteger la salud pública o ambiental, pero con efectos claramente restrictivos para la economía mexicana.
¿Qué es el gusano barrenador y por qué alarma tanto? El gusano barrenador es una larva voraz que se alimenta del tejido vivo de los mamíferos. Se introduce en heridas abiertas de animales y humanos, provocando infecciones severas que pueden derivar en la muerte si no se atienden. El riesgo sanitario que implica es real. Su erradicación, lograda en buena parte de América del Norte a mediados del siglo XX, fue una de las campañas sanitarias más exitosas y costosas en el ámbito veterinario.
La estrategia de erradicación se basó en una técnica innovadora: liberar moscas macho estériles para interrumpir el ciclo reproductivo de la especie. México fue parte crucial de ese esfuerzo en el pasado. Hoy, el gusano ha reaparecido, especialmente en el sureste del país, por múltiples razones: deficiencias en la vigilancia sanitaria, movilidad de animales infestados, y, sí, por la creciente conectividad del mundo moderno, en el que una mosca puede viajar cientos de kilómetros en días o cruzar fronteras gracias a la migración o el turismo.
Lo que molesta no es que Estados Unidos actúe frente a una amenaza sanitaria real; lo que molesta es cómo lo hizo. El secretario de Agricultura, Julio Berdegué, no pudo ocultar su molestia durante las mesas de diálogo que se establecieron en los días posteriores. Con razón: aunque el gusano barrenador afecta al ganado en el sur del país, la carne que se exporta a Estados Unidos proviene de plantas certificadas, con estrictos controles sanitarios. No hubo brotes confirmados en los puntos de exportación. Lo que hubo fue una reacción sobredimensionada, sin considerar los mecanismos de cooperación binacional.
Paradójicamente, tras el portazo comercial, llegaron las soluciones conjuntas. Estados Unidos ofreció financiamiento para construir una planta en Chiapas destinada a la producción masiva de moscas estériles. Se trata de una tecnología efectiva, ya usada en los años 80, que puede contener el avance del gusano hacia el norte. Además, se establecieron protocolos sanitarios conjuntos, supervisiones binacionales y mecanismos de verificación. Todo bien, pero todo a posteriori. La pregunta es: ¿no pudo haberse hecho esto antes de suspender las exportaciones?
Este incidente deja una lección incómoda: cuando se trata de comercio agroalimentario, México sigue estando en desventaja estructural frente a su vecino del norte. La apertura del T-MEC, al igual que su predecesor TLCAN, descansó sobre la promesa de que habría reglas claras, mecanismos de solución de controversias y un marco equitativo. Sin embargo, una y otra vez, Estados Unidos ha demostrado que puede usar su peso geopolítico para cerrar mercados cuando lo considere necesario, sin consecuencias legales ni diplomáticas mayores.
Hoy fue el ganado. Ayer fue el aguacate, cuya exportación fue suspendida por razones de seguridad en Michoacán. Mañana puede ser el jitomate, el limón o cualquier otro producto sensible. La soberanía alimentaria y comercial de México está en juego cada vez que se permite que un país socio, por poderoso que sea, imponga vetos sin diálogo ni proporcionalidad.
Ahora bien, no se trata sólo de señalar a Washington. También es necesario hacer una autocrítica profunda. El brote del gusano barrenador en Chiapas y otros estados no es una invención. Es una realidad que evidencia las debilidades del sistema sanitario mexicano, que durante años fue objeto de recortes, negligencia y burocracia.
Se requiere un sistema nacional de vigilancia sanitaria robusto, descentralizado, con capacidad de respuesta inmediata. Se requiere inversión constante en laboratorios, capacitación de inspectores, sistemas de trazabilidad y control en la movilidad del ganado. No podemos esperar a que Estados Unidos nos imponga condiciones para hacer lo que deberíamos hacer por convicción propia.
Además, urge fomentar la innovación nacional. ¿Por qué la planta de producción de moscas estériles tendrá financiamiento estadounidense? ¿Dónde están las instituciones mexicanas capaces de asumir ese rol estratégico? La soberanía sanitaria también se construye con ciencia nacional, con inversión pública y con una visión de largo plazo.
Este episodio del gusano barrenador es una metáfora perfecta del dilema estructural que enfrenta México en su relación con Estados Unidos: una interdependencia económica asimétrica. Por un lado, dependemos del mercado estadounidense para exportar buena parte de nuestros productos agropecuarios. Por el otro, no tenemos suficiente autonomía para responder con fuerza cuando ese mismo mercado nos cierra la puerta.
Se requiere una política exterior que defienda con mayor vigor los intereses del campo mexicano, pero también una política interna que fortalezca la competitividad, la sanidad y la organización productiva de los pequeños y medianos productores. No se trata sólo de abrir mercados, sino de garantizar que podamos cumplir con los más altos estándares internacionales sin sacrificar nuestra soberanía.
¿Y ahora qué? De los resultados de las pláticas bilaterales dependerá el levantamiento de la prohibición. Pero el daño está hecho. No sólo en términos económicos, sino también en la confianza entre los socios. La diplomacia sanitaria debe ser preventiva, colaborativa y equitativa. La medida tomada por Estados Unidos fue todo lo contrario: punitiva, sorpresiva y desproporcionada.
México debe asumir la lección con madurez. Debe reconstruir su infraestructura de sanidad animal. Debe exigir respeto al marco jurídico del T-MEC. Y, sobre todo, debe recordar que un país que no invierte en su campo, en su ciencia y en su soberanía, está condenado a repetir esta historia una y otra vez.
Lo que está en juego no es sólo la carne ni el ganado. Es el derecho de México a ser tratado como un socio, no como un subordinado. El gusano barrenador es real, pero más dañina puede ser la indiferencia con la que a veces dejamos que otros decidan por nosotros. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
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