
La propuesta recientemente aprobada por una comisión de la Cámara de Representantes de Estados Unidos para imponer un impuesto del 5% a las remesas enviadas por los migrantes mexicanos y de otras nacionalidades no es solo una medida económicamente injustificada: es un acto profundamente discriminatorio y moralmente reprobable. Si prospera, será un agravio sin precedentes contra una comunidad que ha sido piedra angular de la economía estadounidense y sostén de millones de familias en América Latina, África y Asia.
Bajo el disfraz de una medida recaudatoria, lo que se pretende en realidad es criminalizar una vez más a los migrantes, hacer caja política a costa de los más vulnerables y dinamitar los puentes de cooperación y entendimiento entre Estados Unidos y sus aliados. Se trata de una ofensiva fiscal contra quienes, además de cargar con la pesada losa del desarraigo y la marginación, hoy representan una de las principales fuentes de ingreso para países como México, Guatemala, El Salvador y Honduras.
En el caso de México, los datos son abrumadores. Nuestros connacionales generan ingresos por más de 320 mil millones de dólares anuales en territorio estadounidense. De esa cifra, alrededor del 80% permanece en Estados Unidos, reinvertido en forma de consumo, ahorro, pago de servicios, impuestos y contribuciones a programas sociales. Apenas el 20% es enviado a sus familias en forma de remesas, lo que equivale a más de 60 mil millones de dólares anuales, uno de los mayores flujos de dinero entre países a nivel global.
No se trata de cifras menores ni de favores graciosos. En 2022, los migrantes indocumentados mexicanos pagaron cerca de 100 mil millones de dólares en impuestos, incluyendo 25.7 mil millones a la seguridad social, 6.4 mil millones a Medicare y 1.8 mil millones al seguro de desempleo. La paradoja, sin embargo, es que muchos de ellos no tienen derecho a recibir esos beneficios. Pagan sin voz, tributan sin voto, financian un sistema del que están excluidos.
Además, la fuerza laboral migrante sostiene industrias enteras: 51% del personal en granjas lecheras y plantas procesadoras de carne, 20% en manufactura y agricultura, 25% en construcción, 28% en asistencia de salud. ¿Puede acaso un país que depende de esta fuerza de trabajo seguir tratándolos como ciudadanos de segunda?
Aplicar un impuesto del 5% a las remesas enviadas por trabajadores migrantes representa una forma de doble o triple tributación, según el caso. Es castigar nuevamente a quien ya ha contribuido con su esfuerzo y su dinero a la economía más poderosa del mundo. Los salarios que generan esas remesas ya han sido gravados en Estados Unidos a través del impuesto sobre la renta y las contribuciones al seguro social. Cobrar una tercera vez al transferir ese ingreso a sus familias es una medida confiscatoria y contraria a los principios elementales de justicia fiscal.
Desde una perspectiva legal, la propuesta es altamente cuestionable. No sólo puede ser considerada inconstitucional en términos del derecho estadounidense —como lo ha señalado la presidenta Claudia Sheinbaum— sino que violenta tratados internacionales y principios fundamentales del derecho financiero. La legislación fiscal no puede ni debe utilizarse como instrumento de segregación ni como mecanismo de represalia económica hacia una población específica.
El mensaje es claro: trabajas, pagas y sostienes esta economía, pero no tienes derecho a compartir tu esfuerzo con tu familia sin pagar otra vez. Se busca hacer de la pobreza un negocio, del migrante un botín electoral.
A diferencia de otras ocasiones, la respuesta del Estado mexicano ha sido rápida y firme. En ambas cámaras del Congreso de la Unión, todos los grupos parlamentarios han cerrado filas para oponerse al gravamen. Se ha propuesto la creación de una comisión de legisladores mexicanos que viaje a Washington para dialogar con sus homólogos. La presidenta Sheinbaum ha denunciado la inconstitucionalidad de la medida y ha hecho un llamado al respeto mutuo entre naciones.
No se trata únicamente de proteger un flujo económico vital para México, sino de defender la dignidad de millones de personas que trabajan de sol a sol del otro lado del Río Bravo. Las remesas no son limosnas ni transferencias sospechosas: son el fruto legítimo del trabajo honrado de quienes han sido excluidos del desarrollo en su país de origen y a la vez marginados en el país que los emplea.
El gobierno mexicano no puede esperar sentado a que esta propuesta se convierta en ley. Tiene la obligación de redoblar los esfuerzos diplomáticos, de sumar voces en el Congreso estadounidense, de convocar a organismos internacionales como la ONU y la OEA para señalar el carácter discriminatorio de esta iniciativa.
¿Y si se aprueba? El escenario más probable, doloroso pero posible, es que esta propuesta pase el filtro del Congreso estadounidense. El clima político actual favorece este tipo de medidas populistas. Lo importante entonces será cómo responderá el gobierno mexicano ante el nuevo desafío.
Es momento de pensar en una política pública integral en favor de las familias receptoras de remesas, que incluya exenciones fiscales, acceso a cuentas bancarias sin comisiones por transferencias internacionales, asesoría jurídica y económica, y nuevos mecanismos digitales que eviten intermediarios costosos.
Asimismo, el gobierno debe diseñar un plan nacional para la reinserción voluntaria de migrantes que deseen regresar a México, con estímulos fiscales, vivienda, acceso a servicios de salud y oportunidades de empleo. No basta con condenar la medida estadounidense: hay que ofrecer una alternativa digna del lado mexicano.
La pregunta final debe dirigirse a la sociedad civil y a los legisladores más sensatos de Estados Unidos: ¿realmente quieren cargar con la vergüenza de gravar a quienes recogen sus cosechas, construyen sus casas, cuidan a sus enfermos y educan a sus hijos? ¿Quieren sumar una infamia más a la larga historia de abusos contra los migrantes?
En 2021, uno de cada cinco migrantes era empresario y generó más de 95.6 mil millones de dólares para la economía estadounidense. ¿Qué mensaje se manda a estos emprendedores al castigar el envío de dinero a sus países de origen? ¿Qué imagen quiere proyectar Estados Unidos al mundo?
La migración es un fenómeno global que requiere cooperación, no sanciones. Las remesas son un acto de amor convertido en economía, no un lujo que deba ser tasado por burócratas sin escrúpulos.
El intento de imponer un impuesto del 5% a las remesas desde Estados Unidos a México es una decisión injusta, indigna e inmoral. Un golpe no sólo económico sino simbólico a la comunidad migrante, que durante décadas ha sostenido con trabajo y sacrificio tanto a su país de origen como al de acogida.
Frente a esta afrenta, el Estado mexicano debe actuar con dignidad, firmeza y visión estratégica. La respuesta no puede ser únicamente diplomática; tiene que ser también social, económica y cultural. Los migrantes no están solos. Y si Estados Unidos impone un nuevo muro, esta vez financiero, México tiene la obligación de tender un puente de solidaridad y justicia.
Porque la verdadera riqueza de una nación no se mide por lo que recauda, sino por cómo trata a los que más la necesitan. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
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