
En las últimas semanas, la discusión pública sobre los llamados “corridos bélicos” ha alcanzado niveles de polarización que obligan a reflexionar más allá de la coyuntura. Las presentaciones de Los Alegres del Barranco en Zapopan, donde proyectaron imágenes de capos del narcotráfico, y el zafarrancho en Texcoco tras la negativa de Luis R. Conriquez a interpretar este tipo de canciones, han puesto en jaque a gobiernos, artistas, promotores y ciudadanos. La pregunta ya no es si deben prohibirse estas expresiones musicales, sino si como país estamos dispuestos a resolver el problema de fondo o a disfrazarlo con una nueva ola de prohibiciones.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha sido enfática en que su gobierno no incurre en censura. Sin embargo, las directrices administrativas de muchos gobiernos estatales y municipales, incluida la Ciudad de México, apuntan en otro sentido. En diversas plazas públicas, ferias y eventos oficiales, los corridos bélicos o narco corridos han sido vetados, silenciados bajo el argumento de que “promueven la violencia”. Con ello, se abre una puerta riesgosa: la de la censura institucional, que puede justificar cualquier restricción cultural en nombre del orden o la moral pública.
El debate no es nuevo. México ha tenido momentos históricos en los que las autoridades han intentado “regular” la cultura popular. Desde la quema de libros y discos durante el alemanismo, hasta la censura implícita del rock en los años setenta, el Estado mexicano ha oscilado entre la represión moralista y la permisividad oportunista. Pero el caso de los corridos bélicos representa una encrucijada inédita: hoy, estos productos musicales no sólo se consumen en bailes o palenques, sino que son parte del algoritmo de plataformas como YouTube, Spotify o TikTok. Su influencia es transversal, generacional y profundamente simbólica.
Por eso la censura no es eficaz. No se puede erradicar una expresión cultural a punta de decreto, ni callar una narrativa que responde —guste o no— a una realidad social. Los corridos bélicos, como los viejos corridos revolucionarios, cuentan historias: son crónicas de un país herido, de comunidades sometidas por la violencia, de personajes reales o ficticios que encarnan al “anti-héroe” que se impone frente a un Estado débil, ausente o corrupto. Cancelar esa música no elimina el contexto que la produce.
Ahora bien, el hecho de que sean expresión cultural no implica que debamos aceptarlos sin crítica. La glorificación del sicario, la cosificación de la mujer, la apología de la riqueza ilícita y la violencia como destino inevitable no son detalles menores: son el núcleo ideológico de muchos de estos temas. Frente a eso, el reto es ético, no jurídico. Y ahí es donde la autorregulación emerge como una salida madura, inteligente y socialmente responsable.
Ejemplos hay, y valiosos. Café Tacuba, en un gesto de sensibilidad frente al feminicidio que azota al país, dejó de interpretar canciones como “La ingrata” o cambió su letra; también lo hizo Alejandro Fernández con su canción “Mátala”. Molotov, históricamente irreverente, retiró de su repertorio la canción “Puto”, reconociendo que, aunque no fue creada con intención homofóbica, podía ser usada como tal. Esos gestos no fueron impuestos por ninguna autoridad: surgieron del diálogo social, del reconocimiento de los tiempos y del valor de asumir responsabilidad por el mensaje que se emite.
En el caso de los intérpretes de corridos bélicos, la autorregulación no solo es deseable: es necesaria. Porque ellos conocen sus públicos, saben qué impacto tiene su música y, sobre todo, entienden que su éxito no es ajeno al entorno social que los alimenta. Negarse a cantar un tema, como hizo Luis R. Conriquez en Texcoco, es un acto que merece reconocimiento, no abucheos. La libertad de expresión también implica la libertad de negarse a reproducir discursos violentos.
Por supuesto, la autorregulación tiene límites. No se trata de imponer una “moral oficial”, ni de coartar la creatividad artística. Pero sí de entender que toda expresión cultural tiene consecuencias, y que en un país donde miles de jóvenes son reclutados por el crimen organizado, el discurso importa. Las canciones importan. Las imágenes importan. Las narrativas importan.
También importa el papel de los medios, las plataformas digitales y los promotores. Mientras algunos municipios prohíben los corridos bélicos en sus ferias, otros promueven a estos mismos artistas en redes sociales para garantizar taquilla. Esa doble moral, ese oportunismo disfrazado de preocupación ética, es quizá el mayor obstáculo para una discusión seria.
Si vamos a hablar de censura, hablemos también de hipocresía. Porque muchos de los que hoy alzan la voz contra los narco corridos, aplaudieron en su momento los chistes de narcotraficantes en la televisión, las telenovelas que glamurizan al capo o las películas que los convierten en ídolos. El problema no es sólo la música: es el ecosistema cultural que ha normalizado la violencia, la impunidad y el culto al dinero fácil. Enfrentar eso requiere una estrategia integral, no parches administrativos.
Esa estrategia incluye políticas públicas que apuesten por las artes, la educación y el rescate de espacios públicos. Porque mientras las opciones culturales sean escasas, los jóvenes seguirán encontrando en el corrido bélico no solo entretenimiento, sino identidad y sentido de pertenencia. Se trata de construir alternativas, no de imponer prohibiciones.
Los gobiernos, en lugar de ejercer una censura autoritaria, pueden y deben invertir en nuevas narrativas. Concursos de composición, apoyo a jóvenes músicos, fomento al rap con contenido social, festivales con enfoque comunitario: todo eso contribuye más a desmantelar la narco cultura que cualquier veto.
La censura nunca ha sido el camino. La historia lo ha demostrado una y otra vez. Pero tampoco lo es la indiferencia. La autorregulación, el compromiso ético de artistas, promotores y plataformas, así como el impulso de políticas públicas culturales, son caminos más sólidos para construir un país donde la música no glorifique la muerte, sino celebre la vida.
Hoy, más que nunca, México necesita corridos que hablen de dignidad, de resistencia, de justicia. No porque se impongan, sino porque la sociedad decida dejar atrás los himnos de la violencia. No por decreto, sino por conciencia. No por censura, sino por cultura. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
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