
Se cumplen ya tres semanas de las protestas de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en la Ciudad de México y, como ocurre cada vez que la Coordinadora decide instalarse en el corazón político del país, el tránsito capitalino se ha vuelto un infierno cotidiano. La CNTE, con la paciencia y la disciplina que la caracterizan, ha convertido avenidas enteras en estacionamientos de varias horas y ha obligado a los capitalinos a replantear la rutina diaria: salir más temprano, gastar más en transporte, perder valioso tiempo productivo y, sobre todo, resignarse a que su ciudad está tomada.
Por más que la jefa de gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, y el propio presidente Andrés Manuel López Obrador, hayan ofrecido propuestas generosas, la Coordinadora parece decidida a no moverse hasta conseguirlo todo. Y si algo hemos aprendido en estos años, es que cuando la CNTE decide atrincherarse, no hay poder humano ni razón política que la saque de la calle. De continuar así, las protestas amenazan con extenderse todo el verano y, fieles a la tradición que han cultivado durante décadas, quizás lleguen hasta septiembre, coincidiendo con el desfile militar del 16 de septiembre. Mientras tanto, la ciudadanía —ese actor ausente en la narrativa política— se ve obligada a aprender a convivir con la Coordinadora.
A finales de los años setenta, la CNTE surgió como la disidencia democrática del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), dominado entonces por el cacicazgo de Carlos Jonguitud Barrios y, más tarde, de Elba Esther Gordillo. Desde entonces, la CNTE ha sobrevivido a los vaivenes del país y de sus gobiernos: desde los años de José López Portillo y la crisis de la deuda, pasando por el neoliberalismo privatizador de Carlos Salinas de Gortari, hasta la alternancia política con Vicente Fox y Felipe Calderón. Incluso con Enrique Peña Nieto y la reforma educativa que tanto combatieron, la Coordinadora no sólo sobrevivió, sino que perfeccionó sus métodos de resistencia: la toma de plazas públicas, la instalación de campamentos indefinidos y la ocupación de la agenda pública mediante la protesta y la presión directa.
No es un secreto para nadie que, en todos estos años, la CNTE ha mantenido su independencia de otros movimientos sociales. Aunque a veces coquetea con luchas paralelas —la reforma eléctrica, la defensa de Pemex, la lucha de los normalistas de Ayotzinapa—, la Coordinadora no depende de alianzas coyunturales. Su fuerza radica en la ideologización de sus miembros, en su sentido de pertenencia a un movimiento de resistencia más que de negociación y, sobre todo, en su disciplina organizativa. La CNTE no necesita la simpatía de la sociedad ni el apoyo de la prensa. No le interesa viralizarse en redes sociales, ni ganar la batalla del trending topic. Su lucha, anclada en la defensa de sus propios intereses laborales y políticos, está blindada frente a la opinión pública. Saben que la fuerza de la costumbre les dará, tarde o temprano, la razón: si resisten lo suficiente, el gobierno cederá.
En estos días, los mejores aliados de la CNTE para desquiciar la movilidad de la Ciudad de México han sido, paradójicamente, los propios elementos de la policía capitalina. Con su habitual falta de coordinación y su indiferencia burocrática, los policías en las esquinas sólo atinan a decir “circule” o a amenazar con infracciones. Cuando la ciudadanía busca alternativas viales o información para evitar el caos, se topa con la misma respuesta: la resignación policial.
Lejos de mitigar las afectaciones, las fuerzas del orden las multiplican con retenes innecesarios o desvíos mal planeados.
Aquí radica el gran vacío de las autoridades. La presidenta Sheinbaum ha insistido, con razón, en que no habrá represión. Es una postura sensata y democrática: después de todo, este gobierno no quiere pasar a la historia como represor. Sin embargo, el dilema no está sólo en reprimir o no reprimir. La cuestión central es cómo garantizar los derechos de todos: los de la CNTE a manifestarse y los de los ciudadanos a circular. La omisión gubernamental es evidente: no hay protocolos claros de información sobre puntos de cierre, no hay coordinación efectiva para desviar el tránsito, no hay ni siquiera un mínimo de sensibilidad con la población afectada.
El caos que vive la ciudad no es sólo responsabilidad de la CNTE, sino también de la incapacidad de las autoridades para administrar la protesta. Los capitalinos no pedimos represión, pero sí exigimos orden y respeto a nuestra vida cotidiana. La protesta social es legítima, pero también lo es el derecho a moverse con libertad y seguridad. No se trata de poner a pelear a maestros y ciudadanos, sino de entender que en una democracia los derechos deben coexistir y respetarse mutuamente.
El gobierno federal, por su parte, ha ofrecido propuestas generosas a la CNTE: mesas de diálogo, revisión de demandas, compromisos de mejora salarial. Sin embargo, la Coordinadora sigue resistiéndose. Y aquí es donde surge la pregunta incómoda: ¿por qué la CNTE no acepta la mano extendida del gobierno? La respuesta es compleja, pero tiene que ver con la historia de traiciones y promesas incumplidas que han marcado la relación entre el magisterio y el poder. Para los maestros de la CNTE, las ofertas no valen nada si no hay garantías firmes de cumplimiento. Y como han aprendido a desconfiar de las instituciones, su postura es clara: la lucha en la calle es más efectiva que la palabra oficial.
A estas alturas, el costo político y social de las protestas es altísimo. Las empresas en las zonas afectadas pierden productividad, el comercio sufre, los ciudadanos pierden horas valiosas de trabajo y descanso. El gobierno se arriesga a que la irritación ciudadana se vuelva descontento político. La CNTE, por su parte, se expone a que su causa pierda legitimidad frente a una sociedad que empieza a verla más como un grupo de presión que como un movimiento social legítimo.
En este contexto, resulta urgente que las autoridades capitalinas y federales actúen con sensibilidad y eficacia. Primero, informando de manera oportuna y clara sobre los puntos de cierre y las rutas alternas. Segundo, facilitando el trabajo remoto para empleados cuyas actividades no exigen presencia física. Tercero, instruyendo a la policía capitalina para que actúe con mayor empatía y respeto a los ciudadanos. Y, finalmente, estableciendo un canal de diálogo que sea público y transparente, donde la ciudadanía pueda conocer de primera mano las posturas de ambas partes.
No basta con repetir que no habrá represión; hace falta demostrar que se puede gobernar garantizando derechos y libertades para todos. De lo contrario, la CNTE seguirá imponiendo su ley de la calle, mientras la ciudadanía paga la factura del desgobierno.
La CNTE, sin duda, tiene una historia de resistencia que merece respeto. Fue la primera voz en denunciar la imposición de reformas educativas que, más que mejorar la calidad de la enseñanza, buscaban privatizarla y despojar a los maestros de derechos laborales. Su lucha, en muchos momentos, ha sido justa y necesaria. Pero hoy, cuando la ciudad está paralizada, esa dignidad histórica corre el riesgo de perderse en el caos cotidiano. Porque no se puede defender la educación pública desquiciando a la ciudad; no se puede hablar de justicia social mientras se violenta el derecho de millones de personas a una movilidad digna.
El gran reto para el gobierno de la Ciudad de México y para la administración federal no es reprimir, sino mediar. No es imponer, sino construir acuerdos duraderos. No es ignorar, sino escuchar y atender. Porque mientras la CNTE siga viendo en la calle su único espacio de lucha efectiva, y mientras las autoridades se limiten a pedir paciencia a la ciudadanía, la protesta seguirá extendiéndose sin final a la vista. Y los capitalinos seguiremos atrapados entre la resignación y la indignación, condenados a vivir con la CNTE… y con la inacción del gobierno. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
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