
La reciente aprobación en la Cámara de Representantes de Estados Unidos de un impuesto del 3.5% a las remesas enviadas por migrantes representa un atentado directo contra los derechos humanos, la justicia tributaria y la relación bilateral entre México y Estados Unidos. Aunque la versión original impulsada por sectores ultraconservadores del Partido Republicano proponía un gravamen aún mayor —del 5%—, la reducción a 3.5% no convierte a la medida en justa ni aceptable. Simplemente la hace menos lesiva, pero no menos regresiva, discriminatoria o absurda.
Este nuevo impuesto es, en el fondo, un castigo fiscal a la pobreza. A quienes han debido dejar su país de origen —ya sea por violencia, necesidad económica o falta de oportunidades— y que, desde el extranjero, sostienen con su esfuerzo a millones de familias en México, en Centroamérica y en otras latitudes del sur global. El año pasado, las remesas enviadas desde Estados Unidos a México ascendieron a 64 mil millones de dólares, una cifra récord que refleja no solo la importancia de estos flujos financieros para la economía mexicana, sino también el vínculo emocional y de solidaridad que millones de migrantes mantienen con sus comunidades de origen.
Gravar las remesas en un 3.5% equivale a cargar sobre los hombros del migrante un impuesto de 2,240 millones de dólares anuales. Para dimensionar esta cifra en pesos mexicanos —al tipo de cambio actual— estamos hablando de 38 mil 800 millones de pesos. De haberse aprobado el 5%, el impacto habría sido de 3,200 millones de dólares, es decir, 960 millones de dólares más (equivalentes a unos 19 mil 200 millones de pesos). Esa diferencia, aunque importante, no modifica el fondo del agravio: cualquier impuesto a las remesas es injusto y debe ser rechazado de forma categórica.
La cifra de 19,200 millones de pesos no es abstracta: equivale, en números redondos, al presupuesto anual de estados como Michoacán, Hidalgo o Guerrero. Es decir, representa los recursos con los que se financian escuelas, hospitales, carreteras y programas sociales de millones de mexicanos. O, en una escala más clara aún, equivale al doble del presupuesto de entidades federativas como Aguascalientes o Baja California Sur. Así de brutal sería la afectación a las familias mexicanas si este gravamen se consolida.
Pero más allá de las cifras, lo que está en juego es una cuestión de principios. La decisión de la Cámara de Representantes estadounidense viola el espíritu de cooperación que ha definido —no sin altibajos— la relación bilateral entre México y Estados Unidos. Esta medida representa una regresión, no solo en términos económicos, sino también en lo moral y en lo político. Es una política basada en la exclusión, en el prejuicio y en una lógica de castigo que estigmatiza al migrante en lugar de reconocerlo como agente productivo y esencial para la economía estadounidense.
El migrante no solo envía dinero a su familia. También trabaja, consume, renta o compra vivienda, paga impuestos —incluso sin contar con documentos migratorios regulares— y genera valor en sectores como la agricultura, la construcción, los servicios o la industria. Según diversos estudios, tan solo los migrantes mexicanos en Estados Unidos contribuyen con más de 320 mil millones de dólares al año a la economía estadounidense. De ese monto, menos del 20% se envía a México; el resto se queda en Estados Unidos. Entonces, ¿de qué justicia hablamos cuando se grava precisamente ese pequeño porcentaje de lo que retornan a sus raíces?
Es cierto que el esfuerzo diplomático y parlamentario de México logró frenar la intentona del 5% y reducir el impacto al 3.5%. Pero no debemos caer en el error de celebrar una “derrota menor” como si fuese una victoria. El objetivo no era mitigar el daño, sino impedirlo por completo. El trabajo no ha concluido. El presupuesto aprobado por la Cámara de Representantes aún debe ser validado por el Senado estadounidense. Ahí, se abre una nueva oportunidad para rectificar, para corregir este error histórico antes de que se transforme en ley.
Por eso, el gobierno de México, el Senado de la República y la comisión binacional deben redoblar sus esfuerzos. El envío de cartas a los senadores —republicanos y demócratas— debe continuar, acompañado de un cabildeo directo en Washington. Es momento de hablar con claridad a los legisladores de los estados que más se benefician del trabajo migrante: California, Texas, Arizona, Nevada, Illinois, Nueva York. Que entiendan que este impuesto no solo lesiona a las familias mexicanas, sino que también pone en riesgo el consumo local, la estabilidad de sus comunidades y la propia economía estadounidense.
Asimismo, otras naciones afectadas por esta medida —El Salvador, Honduras, Guatemala, Nicaragua, India, Filipinas— deben acompañar este rechazo. México no puede estar solo. Es momento de forjar una alianza internacional en defensa de los derechos de los migrantes y de los principios de equidad fiscal. Que la presión multilateral llegue también al Senado estadounidense, que se sienta el reclamo global contra esta medida discriminatoria.
Es fundamental recordar que las remesas no son lujos, sino supervivencia. En muchas regiones de México representan el único ingreso estable para miles de hogares. Son dinero para medicinas, para alimentos, para útiles escolares, para pagar una casa o simplemente para salir adelante. Gravar esa transferencia no es otra cosa que un atentado contra la dignidad humana.
Desde el punto de vista jurídico, además, la medida podría representar una violación a los acuerdos del T-MEC, particularmente en lo que respecta a prácticas discriminatorias o que establezcan barreras injustas al comercio y al flujo de capitales. También hay argumentos sólidos en materia de derechos humanos: castigar fiscalmente al migrante por ayudar a su familia puede considerarse una forma indirecta de discriminación por origen nacional o situación migratoria.
Lo dijimos antes y lo reiteramos ahora: ningún impuesto a las remesas debe ser aprobado. México debe mantener una postura firme, digna y sin titubeos. Y no solo por razones económicas, sino porque defender al migrante es defender el alma de la nación. Ellos —nuestras hermanas y hermanos al otro lado del río Bravo— son parte esencial del tejido nacional. Su esfuerzo no puede ni debe ser penalizado. Al contrario, debe ser reconocido, valorado y protegido.
El mensaje al Senado estadounidense debe ser claro: todavía están a tiempo de corregir el rumbo. No perpetúen este error histórico. Escuchen las voces de quienes sostienen la economía con el sudor de su frente. Rechacen esta medida que, de avanzar, abriría la puerta a más políticas de exclusión, de xenofobia fiscal, de desprecio al otro.
Como país, México debe mantenerse unido y firme. La labor del poder legislativo, del poder ejecutivo, de las embajadas y consulados, de las organizaciones civiles y de los propios migrantes debe continuar con fuerza. Es tiempo de elevar el nivel del debate, de articular estrategias jurídicas, diplomáticas y mediáticas que frenen esta agresión disfrazada de política fiscal.
Porque no se trata de números: se trata de personas. De familias. De vidas. Y sobre ellas no debe caer jamás el peso de un impuesto injusto. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
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