Donald Trump y el nuevo orden mundial

Por: Onel Ortiz @onelortiz

En apenas dos meses y medio de su segundo mandato presidencial, Donald Trump ha desatado una tormenta geopolítica que no solo reconfigura el tablero mundial, sino que entierra—sin remordimiento—los pilares que sostuvieron al sistema internacional desde el fin de la Guerra Fría. Con su estilo errático, pragmático hasta la brutalidad y guiado más por el instinto que por la diplomacia, ha roto tres columnas fundamentales del orden global que emergió tras la caída del Muro de Berlín: el libre comercio, las alianzas militares multilaterales y la noción clásica del enemigo externo. Pero su ambición va más allá: lo que Trump busca es reinstaurar la hegemonía estadounidense a través de un proteccionismo imperial y un nuevo colonialismo del siglo XXI.

Durante décadas, el consenso de Washington impulsó el libre comercio como el evangelio económico del nuevo mundo globalizado. Desde el TLCAN hasta la OMC, la idea era clara: la apertura comercial traería desarrollo, estabilidad y paz. Trump ha dinamitado ese consenso con una facilidad pasmosa. El regreso agresivo de los aranceles, particularmente hacia Europa y Asia, ha provocado una respuesta titubeante pero preocupada en los mercados internacionales. Lo más alarmante, sin embargo, no son los aranceles en sí, sino la arbitrariedad con que son impuestos, suspendidos o reactivados. La política comercial de Trump funciona como un casino donde el presidente es al mismo tiempo el crupier, el jugador y el dueño del local.

Este clima de incertidumbre ha socavado la confianza internacional en Estados Unidos como socio comercial confiable. Empresas multinacionales, bancos centrales y gobiernos enteros ahora dudan al planear a largo plazo. En lugar de certidumbre jurídica y predictibilidad institucional, el comercio internacional está sometido al vaivén de los tuits presidenciales y las reacciones inmediatas a caídas bursátiles. La economía mundial, ya debilitada por la postpandemia y la inflación global, recibe con recelo esta nueva etapa proteccionista, que si bien beneficia a ciertos sectores internos estadounidenses, golpea duramente a los países en vías de desarrollo.

Trump ha hecho lo que ningún mandatario ruso pudo siquiera soñar: quebrar la confianza de Europa en la OTAN. Desde su primer mandato, cuestionó su utilidad, exigió pagos desmedidos a los países miembros y elogió sin tapujos a Vladimir Putin. Ahora, en esta nueva etapa, el golpe es más profundo: por la vía de los hechos, ha desmantelado el principio de defensa colectiva, base fundacional de la Alianza Atlántica. En los hechos, Estados Unidos ya no garantiza la defensa de Europa.

Ante este vacío, la Unión Europea comienza a esbozar una autonomía estratégica que, aunque incipiente, resulta reveladora. Alemania y Francia han incrementado sus presupuestos de defensa, mientras que incluso el Reino Unido—aliado histórico de Washington—ha mostrado reservas ante el giro trumpista. El mensaje es claro: Estados Unidos ha dejado de ser el gran hermano occidental y ha optado por ser un solitario sheriff fronterizo.

Esta nueva configuración multipolar abre un flanco de vulnerabilidad en un mundo plagado de conflictos regionales, guerras en desarrollo y amenazas cibernéticas. La retirada estadounidense de los asuntos globales no representa una política de paz, sino una renuncia al equilibrio, con todo lo que ello implica.

Si en la Guerra Fría el enemigo fue el comunismo y, en el siglo XXI, el terrorismo islámico, Trump ha decidido que la amenaza actual son los cárteles del narcotráfico. Su reciente decisión de catalogarlos como organizaciones terroristas internacionales no solo tiene implicaciones retóricas: puede habilitar acciones militares unilaterales en territorio extranjero, particularmente en México y Centroamérica.

La narrativa es peligrosa. Aunque el crimen organizado es una amenaza real, tratarlo como un enemigo de guerra justifica políticas intervencionistas y abre la puerta a escenarios similares a los de Medio Oriente. La historia latinoamericana es elocuente: cada intervención estadounidense, bajo cualquier justificación, ha dejado un saldo de muerte, pobreza y desestabilización política.

En el fondo, lo que Trump promueve es una nueva doctrina Monroe del siglo XXI, donde América Latina vuelve a ser el patio trasero de los intereses estadounidenses. La militarización del combate al narcotráfico y la deshumanización de los migrantes refuerzan esta visión imperial.

Si el proteccionismo es el nuevo escudo de Trump, el colonialismo es su espada. La propuesta de comprar Groenlandia, la insinuación de anexar Canadá como un estado más de la Unión Americana y las maniobras para controlar de nuevo el canal de Panamá no son delirios aislados, sino expresiones de una visión imperial que busca restaurar el poderío estadounidense mediante la expansión territorial y la dominación geopolítica.

Groenlandia, aunque lejana, es estratégica: bajo su hielo se ocultan minerales valiosos, además de que su posición permite controlar rutas árticas. No es casualidad que Estados Unidos tenga presencia militar allí desde los años cincuenta. Tampoco es coincidencia que Panamá haya retirado concesiones a China bajo presión estadounidense. El canal sigue siendo un punto neurálgico del comercio global, y Trump lo sabe.

Estas aspiraciones imperialistas no son simples bravatas populistas. Están respaldadas por maniobras diplomáticas, presiones económicas y, si es necesario, por la fuerza. En este contexto, el trumpismo deja de ser una corriente ideológica para convertirse en una doctrina geopolítica: una mezcla de realpolitik, nostalgia imperial y nacionalismo económico.

El verdadero problema para Trump no es China, la OTAN o los cárteles. Su mayor obstáculo es el tiempo. Tres años y nueve meses no bastan para consolidar un nuevo orden mundial con la primacía estadounidense que él ansía. Por ello, resulta verosímil que esté dispuesto a realizar todas las triquiñuelas legales y políticas necesarias para asegurarse un tercer mandato.

En su primer periodo, ya coqueteó con el autoritarismo al rechazar los resultados electorales y alentar un intento de insurrección. En esta nueva etapa, con un aparato republicano más radicalizado y una Suprema Corte complaciente, la posibilidad de una reelección indefinida, aunque improbable, ya no parece un simple ejercicio de ficción distópica.

La democracia estadounidense, erosionada por años de polarización, desinformación y supremacismo, enfrenta uno de sus momentos más delicados. Si el sistema institucional no logra contener a Trump, el nuevo orden mundial que él plantea podría convertirse en una amenaza no solo externa, sino interna: una transformación de la república en una autocracia con barniz democrático.

La propuesta de Trump no es solo un giro en la política exterior estadounidense: es una ruptura con el orden liberal internacional. La Pax Americana, con todos sus claroscuros, garantizaba ciertas reglas del juego global. El trumpismo, en cambio, apuesta por un mundo sin árbitros, sin tratados, sin alianzas duraderas. Un mundo de potencias solitarias, intereses egoístas y conflictos constantes.

En este nuevo tablero, China emerge como el principal rival. Posee más del 50% de la deuda estadounidense, controla cadenas de suministro clave y tiene la capacidad tecnológica, militar y humana para resistir el embate estadounidense. La guerra comercial, lejos de disminuir, se intensificará. La bipolaridad está de regreso, pero sin las reglas claras de la Guerra Fría.

En ese contexto, América Latina enfrenta un reto monumental. México, en particular, debe navegar con extrema cautela. La presión migratoria, la militarización del combate al narco y las amenazas comerciales podrían escalar en cualquier momento. Una diplomacia firme, autónoma y estratégica será crucial para evitar convertirse en víctima colateral de esta lucha por la hegemonía global.

La historia juzgará a Donald Trump no solo como un presidente disruptivo, sino como un arquitecto de un nuevo orden mundial que, más que renovador, parece una regresión a las pulsiones imperiales del siglo XIX. Su ambición es clara: restaurar la grandeza americana a cualquier costo. El problema es que ese costo lo pagarán, como siempre, los más vulnerables: los migrantes, las economías periféricas, las democracias frágiles.

El mundo que emerge bajo su sombra no será más seguro ni más justo. Será, en todo caso, más incierto, más violento y más desigual. Un mundo hecho a imagen y semejanza de su creador: caótico, autoritario y sin remordimientos. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

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