
Charles Fourier, un francés extraño que admiraba a los ingleses, nació en los años 70 del siglo XVIII y vivió casi hasta los 40 del siglo XIX. Fue uno de los principales exponentes del pensamiento conocido como “socialismo utópico”. Esta idea, que consistía en que los seres humanos pueden vivir en una sociedad perfecta si se lo proponen, tuvo otros protagonistas como Robert Owen, en Inglaterra.
Como todas las propuestas de paraísos, el problema era el cómo. Empero, los socialistas utópicos ya lo tenían claro: la riqueza ya existía entre los seres humanos y solamente hacía falta repartirla.
Y el reparto también ya era un problema resuelto: sencillamente había que convencer a los ricos para que entregaran su riqueza a los pobres y…¡todo arreglado!
No había, ni habría necesidad de armar a los campesinos ni a los obreros y, por supuesto, no habría necesidad de motines y o barricadas que afean los escenarios urbanos y perturban la paz de los bien portados; tampoco habría necesidad de construir grandes teorías sociales. Bastaba con palabras sencillas que llegaran hasta los ricos que, según Fourier, son de sentimientos sencillos. Finalmente, los ricos, por si algo hiciera falta, tienen almas buenas, “por eso son ricos”.
Fourier tenía sus seguidores activos que habían “peinado” la villa de Lyon. Ellos portaron el llamado a los ricos para que se convirtieran en verdaderos cristianos, pues la utopía era una modalidad de las caridades, y entregaran su fortuna, pequeña o voluminosa, a sus hermanos pobres. Según lo afirmado por don Charles, muy pocos ricos dijeron “no” al llamado y prometieron que a la primera oportunidad cumplirían con ese deber cristiano.
Mientras sus activistas recorrían las calles con el mensaje, Fourier empezó los preparativos. Abrió un espacio amplio para que llegaran los pudientes y se instalaran cómodamente. Construyó algunas barracas e instaló fogones y chimeneas para que la estancia fuera más agradable para todos.
En lo más interesante, hizo construir una especie de trapecios para amarrar a las bestias de carga de diferentes tamaños. Eran amarraderos pequeños para mulitas alpinas y otros mayores para elefantes y camellos cargados con el oro del mundo.
A los 10 días, tres más que en el Antiguo Testamento, descansó y comenzó la espera; 40 días esperó los cargamentos de oro sin que llegara nadie. Los ricos llegaban, pero solamente a curiosear o a burlarse de Monsieur Fourier.
Finalmente, el utopista se dio por vencido y comenzó a enloquecer todavía más que antes. Elaboró una propuesta para abolir el matrimonio y para que la poligamia fuera obligatoria de los 14 a los 40 años de edad. También diseñó recipientes especiales para guardar la limonada de mar y creó algunas fórmulas de química sencilla para que la limonada se convirtiera en vino y, más tarde, en bebidas y alimentos que serían para todos y harían felices, para empezar, a todos los franceses.
La “infraestructura” para esperar a los ricos fue abandonada y solamente el carnicero de un poblado vecino encontró que el trapecio alto para amarrar camellos podía servirle para que las cabras que mataba estuvieran “más cómodas” cuando comenzaran a desangrarse. Esta crónica del socialismo utópico en uno de sus lances pretende ser un llamado para quienes promovemos e impulsamos el Plan México. La idea es simple: si los empresarios mexicanos prometieron miles de millones de dólares en inversiones, no debemos caer en la complacencia. El Plan México es un llamado a la acción y en esas estamos. El ejemplo de Charles Fourier debe ser una lección y pronto se darán noticias sobre lo sucedido en otro lugar, en una tierra sin nombre.