La disputa por el control de Culiacán, Sinaloa, entre “Los Chapitos” y “Los Mayitos” no es un simple capítulo más en el largo historial de violencia que sacude a México, sino un recordatorio amargo de la fragilidad de la seguridad y la gobernabilidad en vastas zonas del país.
Durante los últimos 70 días, el municipio ha sido escenario de un derramamiento de sangre que supera las 200 muertes violentas, mientras la vida cotidiana de sus habitantes se ha visto trastocada por el miedo y la desesperación. El enfrentamiento entre estos dos grupos del crimen organizado, descendientes directos del legado del Cártel de Sinaloa, ha puesto en evidencia las carencias y los límites de la estrategia de seguridad pública, dejando a la población atrapada entre balaceras, extorsiones y un orden social impuesto por la fuerza de las armas.
El pasado miércoles, Culiacán vivió una de sus jornadas más violentas. Las calles se llenaron de disparos, el pánico se apoderó de los habitantes, y la esperanza de una solución pacífica parece cada vez más lejana. El gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum ha desplegado esfuerzos significativos, buscando el apoyo de las fuerzas federales para contener la violencia, pero hasta ahora, estos intentos no han logrado restaurar el orden. La realidad es que Sinaloa necesita más que operativos militares; requiere una estrategia integral que ataque de raíz las causas que alimentan el narcotráfico y la violencia.
La cancelación de la feria ganadera, un evento emblemático para Sinaloa que representa no solo una tradición cultural, sino un motor económico para el estado, es una señal de la gravedad del conflicto. Este evento, al igual que el carnaval de Mazatlán, no solo genera empleo y derrama económica, sino que es un espacio de convivencia social. Su cancelación duele, tanto en términos económicos como emocionales, y es un recordatorio del poder que tienen estos grupos criminales para alterar la vida diaria y doblegar las esperanzas de los sinaloenses. Peor aún, el asesinato del dirigente de la asociación ganadera subraya la brutalidad y el desafío de estos cárteles al Estado mexicano.
La violencia en Culiacán no puede ni debe normalizarse. No podemos acostumbrarnos a ver titulares con cifras de muertos o enterarnos de enfrentamientos como si fueran parte del día a día. La situación exige un esfuerzo redoblado, una colaboración genuina y efectiva entre el gobierno federal y el estatal, y, sobre todo, un enfoque que vaya más allá de la respuesta armada.
Necesitamos una estrategia integral que contemple la prevención del delito, el desarrollo social y económico, el fortalecimiento de la justicia y el desmantelamiento de las estructuras financieras que sostienen a estas organizaciones. La impunidad sigue siendo uno de los mayores incentivos para que el crimen organizado prospere.
Saludamos las acciones emprendidas por las autoridades hasta el momento, pero debemos ser claros: no han sido suficientes. No basta con patrullajes y operativos si estos no tienen un impacto duradero. Necesitamos una paz que no esté supeditada al control que los grupos criminales puedan imponer, una “paz narca” que es un espejismo y perpetúa la violencia estructural. Para ello, será necesario reconfigurar las estrategias actuales, incorporar a la ciudadanía en las soluciones, garantizar la protección de testigos y fortalecer los mecanismos de inteligencia.
El impacto económico de esta ola de violencia es incuantificable. Comercios cerrados, inversiones congeladas, y familias enteras que han tenido que abandonar sus hogares son solo algunos ejemplos del daño colateral de este conflicto. Cada bala disparada no solo cuesta una vida; destruye empleos, rompe el tejido social y mina la confianza en las instituciones. Sinaloa no puede permitirse seguir siendo rehén de grupos criminales. El gobierno, junto con la sociedad civil, debe articularse para hacerle frente a esta situación.
No debemos permitir que esta realidad se perpetúe. Como sociedad, debemos mantenernos vigilantes, exigir resultados a las autoridades y, al mismo tiempo, ser parte activa de las soluciones. La violencia no es inevitable; es el resultado de años de negligencia, complicidad y falta de acción. Si queremos que Culiacán vuelva a ser un lugar de paz, donde las ferias y carnavales no se cancelen por miedo, es necesario que todos asumamos nuestra responsabilidad. Necesitamos una estrategia efectiva que recupere no solo la seguridad, sino la confianza y la esperanza de sus habitantes. La violencia no puede ser la norma. Exijamos, apoyemos y trabajemos por un Sinaloa libre de miedo. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.