La tragedia ocurrida el primero de octubre en el tramo carretero Villa Comaltitlán-Huixtla, en Chiapas, ha dejado una vez más al descubierto las profundas fallas del sistema de seguridad y el enorme costo humano que conlleva la ausencia de protocolos de actuación en operativos de la seguridad pública. Cuatro migrantes de diversas nacionalidades murieron como resultado de una aparente equivocación del Ejército Mexicano, en un evento que nos obliga a reflexionar sobre la gestión de la crisis migratoria y el papel de las fuerzas armadas en la seguridad.
De acuerdo con la versión de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), el incidente comenzó cuando un vehículo tipo pick-up fue detectado circulando a alta velocidad, evadiendo al personal militar, seguido de dos camionetas de redilas, similares a las utilizadas por grupos criminales en la región. Los soldados afirmaron haber escuchado detonaciones y, en respuesta, dispararon contra una de las camionetas, que resultó estar llena de migrantes. Este fatídico error dejó un saldo inicial de cuatro muertos, doce heridos y diecisiete ilesos, con la pérdida posterior de dos vidas más en el hospital.
La primera reacción de la SEDENA fue asumir la responsabilidad y anunciar que los dos militares que dispararon fueron separados de sus funciones mientras la Fiscalía General de la República y la Fiscalía General de Justicia Militar investigan los hechos. Este reconocimiento público de la culpa institucional, sin duda positivo, no puede ocultar la gravedad de la situación: estamos ante una masacre que, aunque motivada por un error, es el resultado de políticas inadecuadas.
La presencia militar en zonas de alto riesgo, como las rutas utilizadas por grupos criminales para traficar migrantes, tiene un objetivo claro: contener la violencia y el crimen organizado. Sin embargo, el costo de esta estrategia ha recaído muchas veces en los sectores más vulnerables de la sociedad: los migrantes. Este grupo ya sufre enormes penurias al cruzar territorio mexicano, enfrentándose a secuestros, extorsiones, violencia y, como vimos ahora, incluso la muerte por fuego de quienes supuestamente deberían protegerlos.
En la tragedia de Villa Comaltitlán, vemos una manifestación palpable del dilema al que nos enfrentamos como nación: por un lado, la necesidad urgente de desmantelar a los grupos criminales que controlan estas rutas migratorias y, por otro, el desafío de garantizar que las fuerzas encargadas de hacerlo actúen con precisión y respeten los derechos humanos. De acuerdo con reportajes y estudios sobre la situación en Chiapas, se estima que hasta mil personas cruzan diariamente la región de manera ilegal, frecuentemente transportadas por los mismos grupos delictivos que el Ejército intenta combatir. Estos criminales han aprovechado el vacío de autoridad para convertir las rutas migratorias en un negocio lucrativo a costa del sufrimiento humano.
La tragedia del primero de octubre no es un caso aislado, sino un síntoma de un problema mucho más profundo. La necesidad de fortalecer los protocolos y la capacitación de todos los elementos armados que participan en tareas de seguridad es innegable. Es fundamental que los soldados y cualquier otro miembro de las fuerzas de seguridad estén preparados no solo para detectar amenazas reales, sino para distinguir entre criminales y víctimas del tráfico de personas. La confusión que llevó a los disparos fatales contra un grupo de migrantes demuestra la falta de formación adecuada y protocolos claros para actuar en situaciones de alta presión. La capacitación no debe limitarse a la estrategia y el manejo de armamento, sino que debe incluir formación sobre derechos humanos, identificación de víctimas y métodos de intervención no letales.
El hecho de que la SEDENA haya puesto el caso en manos de la Fiscalía General de la República y haya separado a los soldados involucrados es un paso en la dirección correcta, pero no basta. Las investigaciones deben ser transparentes y exhaustivas, y los responsables, tanto directos como indirectos, deben rendir cuentas. No se puede permitir la impunidad, menos aún cuando se trata de violaciones a los derechos de los migrantes, que ya enfrentan situaciones desesperadas en busca de una vida mejor.
No se debe perder de vista que la seguridad no solo implica el uso de la fuerza. Las autoridades estatales y federales tienen la obligación de desmantelar los grupos criminales que operan en la región, pero también deben trabajar para ofrecer soluciones alternativas a la militarización. Se necesitan esfuerzos coordinados que incluyan a diferentes niveles de gobierno, tanto para atender la emergencia humanitaria de los migrantes como para combatir el crimen organizado de manera efectiva. Esto implica mejorar la infraestructura de control migratorio, fortalecer las instituciones civiles y garantizar la seguridad de los migrantes sin recurrir a medidas extremas que puedan resultar en tragedias.
El papel de la Secretaría de Relaciones Exteriores es igualmente crucial. El contacto con las embajadas correspondientes y la atención a los familiares de los migrantes fallecidos debe ser una prioridad para garantizar que las víctimas y sus familias reciban la asistencia adecuada y se les haga justicia. La cooperación internacional también debe jugar un rol esencial para abordar la crisis migratoria desde sus raíces, colaborando con los países de origen para ofrecer soluciones que desincentiven la migración forzada.
Este incidente también pone en evidencia la complejidad de la política migratoria en México. El país se encuentra en una posición geográfica que lo convierte en punto de tránsito obligado para aquellos que buscan llegar a Estados Unidos. Esta situación ha generado presiones tanto internas como externas, llevando al gobierno mexicano a tomar medidas cada vez más restrictivas y a confiar en las fuerzas armadas para el control de los flujos migratorios. Sin embargo, los resultados muestran que esta estrategia ha incrementado el riesgo para los migrantes, sin solucionar de fondo la crisis humanitaria.
La masacre de los migrantes en Villa Comaltitlán es un recordatorio doloroso de la urgencia de replantear nuestras políticas de seguridad y migración. El Estado mexicano tiene el deber de proteger a todas las personas dentro de su territorio, y eso incluye a los migrantes, quienes, lejos de ser una amenaza, son seres humanos que buscan una vida mejor. Los responsables de esta tragedia deben ser castigados, pero la verdadera justicia solo se logrará cuando se implementen políticas que pongan fin a la militarización de la seguridad pública y ofrezcan alternativas humanitarias y efectivas para el manejo de la migración. El fortalecimiento de protocolos, la capacitación adecuada, y una respuesta integral que incluya desmantelar al crimen organizado en la región son pasos imprescindibles para evitar que tragedias como esta vuelvan a repetirse. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.